Los bancos, el IPAB y la carabina de Ambrosio.
Una mentira que se repite mil veces, decía Goebbels, el ministro nazi de propaganda, acaba siendo percibida como una verdad cualquiera. Las mentiras del Fobaproa son literalmente infinitas, pero han tenido la virtud, en términos que el propio Goebbels habría aprobado, de reducir y simplificar un tema por demás complejo, costoso y lleno de aristas de todo tipo, a un escándalo en el que no hay más que cuatro villanos frente a un mundo de políticos virginales.
Nadie puede tener ni la menor duda que el manejo de la crisis bancaria luego de la devaluación de 1994 fue desastroso, oneroso y pésimamente conducido. Pero nada de eso justifica adoptar una postura voluntarista que viola flagrantemente la ley y que corre el riesgo de convertirnos en una nación paria para cualquier futuro inversionista.
El tono escandaloso que ha adquirido el debate en torno al Fobaproa en las últimas semanas responde al hecho tangible de que éste resulta costosísimo en términos de pesos y centavos, pero también por su impacto en la sociedad mexicana. En el Fobaproa hay de todo: funcionarios honestos y corruptos; banqueros competentes y ladrones; acreditados vivales y deudores deseosos, pero incapaces de cumplir con sus obligaciones. Por sobre todas las cosas, en el Fobaproa hubo una incompetencia meridiana por parte del Gobierno, que no tuvo la capacidad de crear un programa que alcanzara los únicos objetivos relevantes de manera simultánea: proteger el ahorro de la población, mantener el sistema de pagos funcionando y hacer posible la rápida recuperación de la cartera o, en su defecto, facilitar su venta a terceros.
El Fobaproa logró algo que pocas veces se reconoce y que no es menor: mantuvo intacto el ahorro de los mexicanos, a pesar de que muchos, quizá la mayoría, de los créditos bancarios (los activos con que se amparaban esos ahorros), dejaron de pagarse o de mantener su valor original. Aunque efectivo en ese objetivo, la forma en que el Fobaproa se instrumentó, creó incentivos terriblemente perversos, que llevaron a que una infinidad de participantes en el proceso abusaran del mismo. La verdadera historia del Fobaproa, esa que el escándalo de estos días pretende ignorar y, de hecho, esconder, incluye toda clase de tropelías por parte de banqueros, autoridades, acreditados y deudores (entre los que hay empresarios, amas de casa, políticos y demás). Si bien muchos de éstos fueron enteramente honestos, muchos otros acabaron siendo unos vivales comunes y corrientes que se beneficiaron del río revuelto con cargo al resto de la población.
Lo único certero de todo el tema del Fobaproa es la enorme confusión, parte de ella intencional, que produjo un rescate del ahorro que, no por necesario e inevitable, fue eficiente, equitativo o debidamente organizado. Por ello vale la pena recordar algunos puntos sobresalientes del mismo.
Cuando se produce la devaluación a finales de 1994, la mayoría de los bancos se encontraba en una situación ya de por sí precaria. La privatización de los bancos al inicio de los noventa no había sido concebida como un instrumento para desarrollar un sistema bancario fuerte, bien capitalizado y capaz de darle aliento a la economía mexicana, sino como un medio para elevar el ingreso fiscal. Esa prioridad llevó a que muchos de los bancos fueran vendidos a precios exorbitantes, que los nuevos dueños no aportaran el capital necesario (y de hecho, que muchos se endeudaran para pagarlos) y, sobre todo, que se otorgara una infinidad de créditos a personas y empresas que no estaban en las mejores circunstancias y que, con cualquier cambio en las condiciones del entorno, acabarían en la morosidad o el incumplimiento con sus obligaciones financieras.
Así, para cuando llega la devaluación, muchos bancos se encontraban subcapitalizados, mal administrados y saturados de créditos riesgosos, susceptibles de ser impagables a la menor provocación.
La crisis devaluatoria provocó un caos en el sistema bancario y muy pronto resultó evidente que muchos bancos se encontraban en una condición por demás delicada y el ahorro de la población, en consecuencia, en franco riesgo. El Gobierno respondió a través del Fobaproa, entidad que había sido creada precisamente para garantizar el ahorro del público, y de la Comisión Nacional Bancaria, que era la entidad responsable de supervisar el funcionamiento de los bancos.
La estrategia gubernamental, vista en retrospectiva, probó ser inadecuada. En lugar de diseñar una estrategia con una aplicación general para todos los bancos que se encontraban en problemas, tomó decisiones particulares para cada banco, lo que provocó que la crisis se extendiera, que algunos empresarios y banqueros dejaran de preocuparse por cumplir con sus responsabilidades como acreedores y acreditados, se dedicaran a obtener beneficios para ellos mismos en la mitad del vendaval y que, finalmente, el costo del rescate, acabara siendo enorme.
Mucho más importante que lo anterior fue que el Gobierno optara por comprar la cartera mala de los bancos en lugar de hacer lo necesario para asegurar que el sistema de pagos se mantuviera funcionando. Este punto acabó siendo crucial.
Todas las crisis bancarias que se han experimentado en el mundo acaban requiriendo subsidios gubernamentales. En este sentido, no había nada de nuevo o criticable en el hecho de que el Gobierno empleara subsidios en ese momento.
El problema es que utilizó esos recursos para sostener a los bancos a través de la compra de cartera, en lugar de dirigirlos a los deudores para que éstos se mantuvieran al corriente de sus pagos mensuales, es decir, del mismo orden que antes de la crisis, en tanto que el Gobierno absorbía la diferencia en el costo de los intereses que se habían disparado.
Esto provocó que los deudores no pudieran pagar, que los banqueros no pudieran cobrar (a pesar de los esfuerzos que realizaron, muchos de ellos poco amistosos, por decir lo menos) y que todo el sistema de pagos quedara en entredicho.
Es decir, de haberse apoyado los deudores a través de un subsidio a la tasa de interés, el sistema de pagos se habría mantenido en forma y muchas de las instituciones bancarias habrían podido sobrevivir, con un costo fiscal seguramente mucho menor. Pero el país acabó con una enorme deuda y en el camino destruyó una “cultura de pago” que tenía décadas de funcionar, al premiarse el incumplimiento y la tranza, cuyas consecuencias tomarán décadas en corregirse y que explican, al menos en alguna medida, la falta de inversión de la actualidad.
Entre 1995 y 1996 Fobaproa se prestó al abuso: algunos deudores dejaron de pagar, a pesar de que contaban con los fondos para hacerlo y algunos banqueros se apoderaron de bienes y propiedades que no eran suyos. Dado que el Gobierno estaba absorbiendo todos los errores, fraudes, malos manejos y torpezas de los propios funcionarios públicos, de los banqueros y de los acreditados, las tropelías fueron enormes.
Si uno analiza las cifras, los peores abusos, con mucho, son los de los bancos que fueron absorbidos por el Gobierno y de los cuales nadie parece querer acordarse. Pero los datos lo dicen todo: el 75% de los fondos que se destinaron al rescate del ahorro acabaron en las instituciones que representaban el 24% del sistema bancario y que, coincidentemente, eran los bancos peor capitalizados.
La ironía del debate de estos días es que los villanos de la película del Fobaproa son precisamente los bancos que estaban bien (o, al menos, mejor) capitalizados, que tenían al personal más experimentado para el manejo de los bancos mismos y del crédito y que, al sobrevivir, demostraron su experiencia y solidez. Eso por supuesto no los exime de cualquier fraude o error que pudiesen haber cometido, pero debería poner en perspectiva el problema que hoy enfrentamos. En el debate político actual y ante la opinión, los bancos que fueron intervenidos y después vendidos y que constituyen la abrumadora mayoría de la deuda del IPAB, entidad que substituyó al Fobaproa, quedaron limpios de deudas y obligaciones, mientras que los bancos que sobrevivieron y que le costaron al erario, en términos relativos, muchísimo menos, se han convertido en los causantes del conflicto y en el blanco de todos los ataques.
De acuerdo al Artículo quinto de la Ley del IPAB, es su obligación reducir el costo fiscal del rescate de hace ocho años. Sin embargo, ninguna obligación puede justificar la violación de la ley. Es decir, la reducción del costo del rescate tiene que ceñirse estrictamente a lo que establece el marco legal. El tema de fondo del Fobaproa no es el escándalo en que se pretenden convertir los pagarés que tienen en su balance las cuatro instituciones sobrevivientes, sino el riesgo de que, al tratar de reducir el costo del rescate, se viole la ley de una manera tal que haga dudar a cualquier inversionista futuro de realizar inversiones en el país.
En el fondo del tema del Fobaproa reside el pésimo manejo que se realizó, los errores que se apilaron, uno tras otro, en el proceso de toma decisiones inconexas y los abusos de los que nadie habla en la actualidad. Hay que recordar que el Fobaproa no fue más que el membrete tras el cual se apilaron los abusos de funcionarios incompetentes, de deudores que no pudieron o que decidieron no pagar y de bancos que aprovecharon la oportunidad para limpiar sus propios balances.
Lo que no es justificable es el linchamiento de los cuatro bancos sobrevivientes. Si hubo créditos que no debieron estar ahí, por supuesto que deben ser cobrados, pero siempre dentro del marco de la legalidad y no como resultado del voluntarismo ignorante e intransigente que caracteriza al entorno político actual.
La conveniencia política del corto plazo es explicable, pero los costos del atropello que pretenden orquestar nuestros políticos podría acabar siendo mucho más costoso que el Fobaproa mismo. La ley del IPAB y sus resoluciones de los años pasados, ofrecen los mecanismos necesarios y adecuados para revisar las cuentas de los bancos, exigir la restitución que, de acuerdo a la ley, corresponda y acreditar los pagos que ya se han hecho en todos estos años. La alternativa es un linchamiento del que nadie saldrá bien librado.
El tono escandaloso que ha adquirido el debate en torno al Fobaproa en las últimas semanas responde al hecho tangible de que éste resulta costosísimo en términos de pesos y centavos, pero también por su impacto en la sociedad mexicana. En el Fobaproa hay de todo: funcionarios honestos y corruptos; banqueros competentes y ladrones; acreditados vivales y deudores deseosos, pero incapaces de cumplir con sus obligaciones. Por sobre todas las cosas, en el Fobaproa hubo una incompetencia meridiana por parte del Gobierno, que no tuvo la capacidad de crear un programa que alcanzara los únicos objetivos relevantes de manera simultánea: proteger el ahorro de la población, mantener el sistema de pagos funcionando y hacer posible la rápida recuperación de la cartera o, en su defecto, facilitar su venta a terceros.
El Fobaproa logró algo que pocas veces se reconoce y que no es menor: mantuvo intacto el ahorro de los mexicanos, a pesar de que muchos, quizá la mayoría, de los créditos bancarios (los activos con que se amparaban esos ahorros), dejaron de pagarse o de mantener su valor original. Aunque efectivo en ese objetivo, la forma en que el Fobaproa se instrumentó, creó incentivos terriblemente perversos, que llevaron a que una infinidad de participantes en el proceso abusaran del mismo. La verdadera historia del Fobaproa, esa que el escándalo de estos días pretende ignorar y, de hecho, esconder, incluye toda clase de tropelías por parte de banqueros, autoridades, acreditados y deudores (entre los que hay empresarios, amas de casa, políticos y demás). Si bien muchos de éstos fueron enteramente honestos, muchos otros acabaron siendo unos vivales comunes y corrientes que se beneficiaron del río revuelto con cargo al resto de la población.
Lo único certero de todo el tema del Fobaproa es la enorme confusión, parte de ella intencional, que produjo un rescate del ahorro que, no por necesario e inevitable, fue eficiente, equitativo o debidamente organizado. Por ello vale la pena recordar algunos puntos sobresalientes del mismo.
Cuando se produce la devaluación a finales de 1994, la mayoría de los bancos se encontraba en una situación ya de por sí precaria. La privatización de los bancos al inicio de los noventa no había sido concebida como un instrumento para desarrollar un sistema bancario fuerte, bien capitalizado y capaz de darle aliento a la economía mexicana, sino como un medio para elevar el ingreso fiscal. Esa prioridad llevó a que muchos de los bancos fueran vendidos a precios exorbitantes, que los nuevos dueños no aportaran el capital necesario (y de hecho, que muchos se endeudaran para pagarlos) y, sobre todo, que se otorgara una infinidad de créditos a personas y empresas que no estaban en las mejores circunstancias y que, con cualquier cambio en las condiciones del entorno, acabarían en la morosidad o el incumplimiento con sus obligaciones financieras.
Así, para cuando llega la devaluación, muchos bancos se encontraban subcapitalizados, mal administrados y saturados de créditos riesgosos, susceptibles de ser impagables a la menor provocación.
La crisis devaluatoria provocó un caos en el sistema bancario y muy pronto resultó evidente que muchos bancos se encontraban en una condición por demás delicada y el ahorro de la población, en consecuencia, en franco riesgo. El Gobierno respondió a través del Fobaproa, entidad que había sido creada precisamente para garantizar el ahorro del público, y de la Comisión Nacional Bancaria, que era la entidad responsable de supervisar el funcionamiento de los bancos.
La estrategia gubernamental, vista en retrospectiva, probó ser inadecuada. En lugar de diseñar una estrategia con una aplicación general para todos los bancos que se encontraban en problemas, tomó decisiones particulares para cada banco, lo que provocó que la crisis se extendiera, que algunos empresarios y banqueros dejaran de preocuparse por cumplir con sus responsabilidades como acreedores y acreditados, se dedicaran a obtener beneficios para ellos mismos en la mitad del vendaval y que, finalmente, el costo del rescate, acabara siendo enorme.
Mucho más importante que lo anterior fue que el Gobierno optara por comprar la cartera mala de los bancos en lugar de hacer lo necesario para asegurar que el sistema de pagos se mantuviera funcionando. Este punto acabó siendo crucial.
Todas las crisis bancarias que se han experimentado en el mundo acaban requiriendo subsidios gubernamentales. En este sentido, no había nada de nuevo o criticable en el hecho de que el Gobierno empleara subsidios en ese momento.
El problema es que utilizó esos recursos para sostener a los bancos a través de la compra de cartera, en lugar de dirigirlos a los deudores para que éstos se mantuvieran al corriente de sus pagos mensuales, es decir, del mismo orden que antes de la crisis, en tanto que el Gobierno absorbía la diferencia en el costo de los intereses que se habían disparado.
Esto provocó que los deudores no pudieran pagar, que los banqueros no pudieran cobrar (a pesar de los esfuerzos que realizaron, muchos de ellos poco amistosos, por decir lo menos) y que todo el sistema de pagos quedara en entredicho.
Es decir, de haberse apoyado los deudores a través de un subsidio a la tasa de interés, el sistema de pagos se habría mantenido en forma y muchas de las instituciones bancarias habrían podido sobrevivir, con un costo fiscal seguramente mucho menor. Pero el país acabó con una enorme deuda y en el camino destruyó una “cultura de pago” que tenía décadas de funcionar, al premiarse el incumplimiento y la tranza, cuyas consecuencias tomarán décadas en corregirse y que explican, al menos en alguna medida, la falta de inversión de la actualidad.
Entre 1995 y 1996 Fobaproa se prestó al abuso: algunos deudores dejaron de pagar, a pesar de que contaban con los fondos para hacerlo y algunos banqueros se apoderaron de bienes y propiedades que no eran suyos. Dado que el Gobierno estaba absorbiendo todos los errores, fraudes, malos manejos y torpezas de los propios funcionarios públicos, de los banqueros y de los acreditados, las tropelías fueron enormes.
Si uno analiza las cifras, los peores abusos, con mucho, son los de los bancos que fueron absorbidos por el Gobierno y de los cuales nadie parece querer acordarse. Pero los datos lo dicen todo: el 75% de los fondos que se destinaron al rescate del ahorro acabaron en las instituciones que representaban el 24% del sistema bancario y que, coincidentemente, eran los bancos peor capitalizados.
La ironía del debate de estos días es que los villanos de la película del Fobaproa son precisamente los bancos que estaban bien (o, al menos, mejor) capitalizados, que tenían al personal más experimentado para el manejo de los bancos mismos y del crédito y que, al sobrevivir, demostraron su experiencia y solidez. Eso por supuesto no los exime de cualquier fraude o error que pudiesen haber cometido, pero debería poner en perspectiva el problema que hoy enfrentamos. En el debate político actual y ante la opinión, los bancos que fueron intervenidos y después vendidos y que constituyen la abrumadora mayoría de la deuda del IPAB, entidad que substituyó al Fobaproa, quedaron limpios de deudas y obligaciones, mientras que los bancos que sobrevivieron y que le costaron al erario, en términos relativos, muchísimo menos, se han convertido en los causantes del conflicto y en el blanco de todos los ataques.
De acuerdo al Artículo quinto de la Ley del IPAB, es su obligación reducir el costo fiscal del rescate de hace ocho años. Sin embargo, ninguna obligación puede justificar la violación de la ley. Es decir, la reducción del costo del rescate tiene que ceñirse estrictamente a lo que establece el marco legal. El tema de fondo del Fobaproa no es el escándalo en que se pretenden convertir los pagarés que tienen en su balance las cuatro instituciones sobrevivientes, sino el riesgo de que, al tratar de reducir el costo del rescate, se viole la ley de una manera tal que haga dudar a cualquier inversionista futuro de realizar inversiones en el país.
En el fondo del tema del Fobaproa reside el pésimo manejo que se realizó, los errores que se apilaron, uno tras otro, en el proceso de toma decisiones inconexas y los abusos de los que nadie habla en la actualidad. Hay que recordar que el Fobaproa no fue más que el membrete tras el cual se apilaron los abusos de funcionarios incompetentes, de deudores que no pudieron o que decidieron no pagar y de bancos que aprovecharon la oportunidad para limpiar sus propios balances.
Lo que no es justificable es el linchamiento de los cuatro bancos sobrevivientes. Si hubo créditos que no debieron estar ahí, por supuesto que deben ser cobrados, pero siempre dentro del marco de la legalidad y no como resultado del voluntarismo ignorante e intransigente que caracteriza al entorno político actual.
La conveniencia política del corto plazo es explicable, pero los costos del atropello que pretenden orquestar nuestros políticos podría acabar siendo mucho más costoso que el Fobaproa mismo. La ley del IPAB y sus resoluciones de los años pasados, ofrecen los mecanismos necesarios y adecuados para revisar las cuentas de los bancos, exigir la restitución que, de acuerdo a la ley, corresponda y acreditar los pagos que ya se han hecho en todos estos años. La alternativa es un linchamiento del que nadie saldrá bien librado.
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